Mi primer recuerdo de Rodas
Hay lugares que se quedan grabados en el alma, y para mí, uno de esos lugares es la playa de Rodas. La primera vez que mis pequeños pies tocaron aquella arena fina y blanca, yo tenía apenas cinco años. Mi memoria de aquella época es una mezcla de destellos brillantes y sensaciones intensas, pero el recuerdo de la playa de Rodas es nítido, casi como una fotografía a todo color en mi mente infantil.
El viaje en ferry ya era una aventura en sí misma. El traqueteo del barco, el olor a salitre, el viento en la cara y la emoción de ver cómo la costa de Vigo se hacía cada vez más pequeña. Para un niño de cinco años, subir a un barco que te llevaba a una isla era como embarcarse hacia un tesoro. Y el tesoro, sin duda, era Rodas.
Al bajar del ferry y poner un pie en la pasarela de madera, la imagen que se abrió ante mis ojos fue abrumadora. Kilómetros de arena de un blanco inmaculado que se extendía hasta donde mi vista alcanzaba, bordeada por un mar que no era azul, sino de un verde turquesa increíblemente transparente. Recuerdo la sensación de la arena bajo mis pies descalzos: suave, casi como harina. Corrí hacia la orilla sin pensarlo dos veces, la risa burbujeando en mi garganta.
El agua… ¡oh, el agua! Estaba helada, por supuesto, pero a los cinco años el frío es solo una anécdota. Me lancé sin miedo, dejando que las pequeñas olas rompieran en mis rodillas. El sonido del mar era una melodía constante, arrulladora. Veía pececillos transparentes nadando cerca de la orilla, pequeñas conchas de colores escondidas en la arena mojada. Todo era descubrimiento y asombro.
Recuerdo construir castillos de arena que el agua se empeñaba en derribar, reír a carcajadas cuando alguna ola inesperada me calaba hasta los huesos, y la sensación de agotamiento feliz al final del día, después de horas de juego ininterrumpido. El olor a crema solar, a sal y a pino sigue asociado en mi memoria a aquel día mágico.
Volver a Rodas años después, ya de adulto, ha sido confirmar que la magia sigue intacta. La playa es tan espectacular como la recordaba mi memoria infantil, quizás incluso más. Pero aquel primer encuentro, a los cinco años, con la inocencia y la capacidad de asombro de la niñez, es un tesoro que guardo con especial cariño. Fue mi primera vez en el paraíso, y Rodas siempre será, en lo más profundo de mí, el lugar donde descubrí la inmensidad y la belleza salvaje de la naturaleza.